LITERATURA COMO PAN
LITERATURA COMO PAN

EL PLACER DE ESCRIBIR

Ray Bradbury, es ampliamente conocido por su contribución a la ciencia ficción y a la literatura del siglo XX. Su prolífica carrera literaria se extendió a lo largo de más de siete décadas, durante las cuales creó obras que han dejado una huella indeleble en la mente de los lectores. Nació el 22 de agosto de 1920 en Waukegan, Illinois. Su infancia estuvo marcada por una profunda pasión por la lectura, lo que lo impulsó a escribir desde una edad temprana. No asistió a la universidad, pero su deseo insaciable de aprender lo llevó a frecuentar la biblioteca local, donde devoró libros de ciencia ficción, fantasía y otros géneros literarios.

A lo largo de su carrera, Bradbury publicó numerosas obras aclamadas, incluyendo «Fahrenheit 451,» «Crónicas Marcianas,» «El Hombre Ilustrado,» y «La Feria de las Tinieblas.» Sus escritos abarcaron una amplia gama de temas, desde la censura hasta la exploración de Marte y la naturaleza humana, convirtiéndose en un maestro en la creación de mundos literarios vibrantes y personajes memorables que aún resuenan con los lectores de hoy. Detrás de su éxito se encuentra una estrategia de escritura apasionada, perseverante y una profunda comprensión de la creatividad. A continuación exploraremos un poco la forma en que el escritor creaba la atmosfera literaria que le permitía nutrir su imaginación y producir y desarrollar su labor de escritura.

1. La Escritura Diaria
Bradbury era un firme creyente en la escritura diaria. Estableció la meta de escribir al menos mil palabras al día, sin importar las distracciones o las obligaciones. Esta disciplina constante no solo lo ayudó a mejorar su habilidad de escritura, sino que también le permitió mantener un flujo creativo constante.

2. Crear listas de títulos
La mayoría de sus relatos partieron de la idea de títulos que de forma aleatoria escribía en grandes listas. Creía que la creatividad florecía cuando se dejaba de lado la autoexigencia y se permitía a la mente divagar libremente. Desde la idea de un posible título como por ejemplo Tiranosaurio Rex surgió su relato: El Ruido de un Trueno.

3. La Importancia de Vivir en el Momento
Bradbury aplicó esta idea de la filosofía zen, escribir todos los días sin preocuparse por el futuro o el juicio de los demás. Para él, cada palabra escrita era un acto de inmersión en el presente, una meditación en palabras.

4. Abrazar la Espontaneidad
El zen también aboga por la espontaneidad y la liberación de las inhibiciones. Bradbury alentaba a los escritores a no censurarse ni preocuparse por la perfección en las primeras etapas de la escritura. Creía que la espontaneidad y la libertad creativa eran cruciales para capturar la esencia de una historia.

5 La Influencia de la Infancia
Gran parte de la obra de Bradbury está arraigada en sus experiencias de infancia y su imaginación juvenil. Él creía que los recuerdos y las emociones de la niñez eran una fuente inagotable de inspiración. Esto se refleja en la temática de la nostalgia y el asombro que impregna sus obras.

6. La Lectura Voraz
Gran parte del éxito de un escritor se debe a su amplia lectura. Bradbury leía de manera voraz y diversa, explorando géneros que iban desde la ciencia ficción hasta la poesía y la filosofía. Esta amplia base de conocimientos le permitía fusionar ideas de diferentes campos y crear obras literarias únicas. Recomendaba leer cada día un poema, un texto narrativo y un ensayo.

7. La Experimentación Literaria
El autor era conocido por su disposición a experimentar con la forma y el estilo en sus escritos. No se limitaba a un solo género o estructura narrativa. Esta voluntad de innovar lo llevó a crear historias cortas, novelas, obras de teatro y guiones de cine, ampliando así su alcance creativo.

8. La Pasión por la Imaginación
Ray Bradbury abrazaba la imaginación como el corazón de la escritura. Creía que la ciencia ficción y la fantasía eran medios efectivos para explorar cuestiones profundas y desafiar las normas sociales. Sus obras a menudo abordaban temas como la libertad de expresión, la represión y la búsqueda de la verdad.

La estrategia de escritura de Ray Bradbury, basada en la disciplina, la pasión por la lectura y la experimentación constante, le permitió crear un legado literario duradero que continúa inspirando a escritores y lectores de todo el mundo. Su habilidad para combinar la imaginación con temas universales lo convierte en un modelo a seguir para aquellos que buscan el arte de contar historias de manera poderosa y evocadora. Y como muchos escritores demostró con su prolífica obra, que la tarea de escribir es sin lugar a dudas una labor que se lleva a cabo con una voluntad de hierro, día a día cómo obreros de la escritura, hasta perfeccionar no sólo un estilo propio sino también una técnica que permita a cada escritor desarrollar una carrera literaria exitosa y crear obras de arte que trasciendan.

La carretera, un cuento de Ray Bradbury

(Estados Unidos, 1912-2012)

La lluvia fresca de la tarde había caído sobre el valle, humedeciendo el maíz en los sembrados de las laderas, golpeando suavemente el techo de paja de la choza. La mujer no dejaba de moverse en la lluviosa oscuridad, guardando unas espigas entre las rocas de lava. En esa sombra húmeda, en alguna parte, lloraba un niño.

Hernando esperaba que cesara la lluvia, para volver al campo con su arado de rejas de madera. En el fondo del valle hervía el río, espeso y oscuro. La carretera de hormigón —otro río— yacía inmóvil, brillante, vacía. Ningún auto había pasado en esa última hora. Era, en verdad, algo muy raro. Durante años no había transcurrido una hora sin que un coche se detuviese y alguien le gritara:”¡Eh, usted! ¿Podemos sacarle una foto?” Alguien con una cámara de cajón, y una moneda en la mano. Si Hernando se acercaba lentamente, atravesando el campo sin su sombrero, a veces le decían:

—Oh, será mejor con el sombrero puesto —Y agitaban las manos, cubiertas de cosas de oro que decían la hora, o identificaban a sus dueños, o que no hacían nada sino parpadear a la luz del sol como los ojos de una serpiente. Así que Hernando se volvía a recoger el sombrero.

—¿Pasa algo, Hernando? —le dijo su mujer.

—Sí. El camino. Ha ocurrido algo importante. Bastante importante. No pasa ningún auto.

Hernando se alejó de la cabaña, con movimientos lentos y fáciles. La lluvia le lavaba los zapatos de paja trenzada y gruesas suelas de goma. Recordó otra vez, claramente, el día en que consiguió esos zapatos. La rueda se había metido violentamente en la choza, haciendo saltar cacharros y gallinas. Había venido sola, rodando rápidamente. El coche (de donde venía la rueda) siguió corriendo hasta la curva y se detuvo un instante, con los faros encendidos, antes de lanzarse hacia las aguas. El automóvil aún estaba allí. Se lo podía ver en los días de buen tiempo, cuando el río fluía más lentamente y las aguas barrosas se aclaraban. El coche yacía en el fondo del río con sus metales brillantes, largo, bajo y lujoso. Pero luego el barro subía de nuevo, y ya no se lo podía ver.

Al día siguiente Hernando cortó la rueda y se hizo un par de suelas de goma.

Hernando llegó al borde del camino. Se detuvo y escuchó el leve crepitar de la lluvia sobre la superficie de cemento.

Y entonces, de pronto, como si alguien hubiese dado una señal, llegaron los coches. Cientos de coches, miles de coches; pasaron y pasaron junto a él. Los coches, largos y negros, se dirigían hacia el norte, hacia los Estados Unidos, rugiendo, tomando las curvas a demasiada velocidad. Con un incesante ruido de cornetas y bocinas. Y en las caras de las gentes que se amontonaban en los coches, había algo, algo que hundió a Hernando en un profundo silencio. Dio un paso atrás para que pasaran los coches. Pasaron quinientos, mil, y había algo en todas las caras. Pero pasaban tan rápido que Hernando no podía saber qué era eso.

Al fin la soledad y el silencio volvieron a la carretera. Los coches bajos, largos y rápidos, se habían ido. Hernando oyó a lo lejos el sonido de la última bocina.

La carretera estaba otra vez desierta.

Había sido como un cortejo fúnebre. Pero un cortejo desencadenado, enloquecido, un cortejo con los pelos de punta, que perseguía a gritos una ceremonia que se alejaba hacia el norte. ¿Por qué? Hernando sacudió la cabeza y se frotó suavemente las manos contra los costados del cuerpo.

Y ahora, completamente solo, apareció el último coche. Era verdaderamente algo último. Desde la montaña, camino abajo, bajo la fría llovizna, lanzando grandes nubes de vapor, venía un viejo Ford, con toda la rapidez de que era capaz. Hernando creyó que el coche iba a deshacerse en cualquier momento. Cuando vio a Hernando, el viejo Ford se detuvo, cubierto de barro y óxido. El radiador hervía furiosamente.

—¿Nos da un poco de agua? ¡Por favor, señor!

El conductor era un hombre joven de unos veinte años de edad. Vestía un sweater amarillo, una camisa blanca de cuello abierto y pantalones grises. La lluvia caía sobre el coche sin capota, mojando al joven conductor y a las cinco muchachas apretadas en los asientos. Todas eran muy bonitas. El joven y las muchachas se protegían de la lluvia con periódicos viejos. Pero la lluvia llegaba hasta ellos, empapando los hermosos vestidos, empapando al muchacho. El muchacho tenía los cabellos aplastados por la lluvia. Pero nadie parecía preocuparse. Nadie se quejaba, y era raro. Estas gentes siempre estaban quejándose, de la lluvia, el calor, la hora, el frío, la distancia.

Hernando asintió con un movimiento de cabeza.

—Les traeré agua.

—Oh, rápido, por favor —gritó una de las muchachas, con una voz muy aguda y llena de temor. La muchacha no parecía impaciente, sino asustada.

Hernando, ante tales pedidos, solía caminar aún más lentamente que de costumbre; pero ahora, y por primera vez, echó a correr.

Volvió en seguida con la taza de una rueda llena de agua. La taza era, también, un regalo del camino. Una tarde había aparecido como una moneda que alguien hubiese arrojado a su campo, redonda y reluciente. El coche se alejó sin advertir que había perdido un ojo de plata. Hasta hoy lo habían usado en la casa para lavar y cocinar. Servía muy bien de tazón.

Mientras echaba el agua en el radiador hirviente, Hernando alzó la vista y miró los rostros atormentados.

—Oh, gracias, gracias —dijo una de las jóvenes—. No sabe cómo lo necesitamos.

Hernando sonrió.

—Mucho tránsito a esta hora. Todos en la misma dirección. El norte.

No quiso decir nada que pudiese molestarlos. Pero cuando volvió a mirar, ahí estaban las muchachas, inmóviles bajo la lluvia, llorando. Lloraban con fuerza. Y el joven trataba de hacerlas callar tomándolas por los hombros y sacudiéndolas suavemente, una a una; pero las muchachas, con los periódicos sobre las cabezas, y los labios temblorosos, y los ojos cerrados, y los rostros sin color, siguieron llorando, algunas a gritos, otras más débilmente.

Hernando las miró, con la taza vacía en la mano.

—No quise decir nada malo, señor —se disculpó.

—Está bien —dijo el joven.

—¿Qué pasa, señor?

—¿No ha oído? —replicó el muchacho. Y volviéndose hacia Hernando, y asiendo el volante con una mano, se inclinó hacia él—: Ha empezado.

No era una buena noticia. Las muchachas lloraron aún más fuerte que antes, olvidándose de los periódicos, dejando que la lluvia cayera y se mezclara con las lágrimas.

Hernando se enderezó. Echó el resto del agua en el radiador. Miró el cielo, ennegrecido por la tormenta. Miró el río tumultuoso. Sintió el asfalto bajo los pies.

Se acercó a la portezuela. El joven extendió una mano y le dio un peso.

—No —Hernando se lo devolvió—. Es un placer.

—Gracias, es usted tan bueno —dijo una muchacha sin dejar de sollozar—. Oh, mamá, papá. Oh, quisiera estar en casa. Cómo quisiera estar en casa. Oh, mamá, papá.

Y las otras muchachas se unieron a ella.

—No he oído nada, señor —dijo Hernando tranquilamente.

—¡La guerra! —gritó el hombre como si todos fuesen sordos—. ¡Ha empezado la guerra atómica! ¡El fin del mundo!

—Señor, señor —dijo Hernando.

—Gracias, muchas gracias por su ayuda. Adiós —dijo el joven.

—Adiós —dijeron las muchachas bajo la lluvia, sin mirarlo.

Hernando se quedó allí, inmóvil, mientras el coche se ponía en marcha y se alejaba por el valle con un ruido de hierros viejos. Al fin ese último coche desapareció también, con los periódicos abiertos como alas temblorosas sobre las cabezas de las mujeres.

Hernando no se movió durante un rato. La lluvia helada le resbalaba por las mejillas y a lo largo de los dedos, y le entraba por los pantalones de arpillera. Retuvo el aliento y esperó, con el cuerpo duro y tenso.

Miró la carretera, pero ya nada se movía. Pensó que seguiría así durante mucho, mucho tiempo.

La lluvia dejó de caer. El cielo apareció entre unas nubes. En sólo diez minutos la tormenta se había desvanecido, como un mal aliento. Un aire suave traía hasta Hernando el olor de la selva.

Hernando podía oír el río, que seguía fluyendo, suave y fácilmente. La selva estaba muy verde; todo era nuevo y fresco. Cruzó el campo hasta la casa, y recogió el arado. Con las manos sobre su herramienta, alzó los ojos al cielo en donde empezaba a arder el sol.

—¿Qué ha pasado, Hernando? —le preguntó su mujer, atareada.

—No es nada —replicó Hernando.

Hundió el arado en el surco.

—¡Burrrrrrrro! –le gritó al burro, y juntos se alejaron bajo el cielo claro, por las tierras de labranza que bañaba el río de aguas profundas.

—¿A qué llamarán «el mundo»? —se preguntó Hernando.

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